lunes, 16 de julio de 2012

El secreto (II)

-No sabe cuanto se lo agradezco señor Saíto. Me alegra pensar que mi novia estaba en buena compañía. –Dijo Oscar, tratando de hacer una reverencia con la cabeza. -Justo cuando agachó la cabeza, se fijó en la katana que guardaba en su regazo Saito y todo empezó a cobrar sentido en su cabeza. -No puede ser… ¡Es imposible!

-¿Qué es imposible cariño? –Preguntó desconcertada Olga.

-¿Es usted quien ha matado a todos esos… monstruos del parque, se defendió de ellos únicamente con ese sable? –Oscar no cabía de asombro. Se había imaginado que el autor de semejante barbarie, no podía ser sino un hombre enorme y sin escrúpulos, con algún que otro trastorno mental. Saito lo observaba con una mirada etrusca. Nunca había visto a alguien mirar con esos ojos que parecían una ventana hacia un océano de determinación infinita.

-¿Por qué le sorprende tanto? –Preguntó desinteresadamente.

-¿Qué por qué? En aquel parque había cuerpo partidos completamente por la mitad. Usted tiene una espalda ancha, pero se necesitaría tener un cuerpo y una fuerza descomunal para poder cortar de esa manera huesos y carne por igual. Cuando observé aquella matanza, imaginaba  que debería de haberlo hecho un hombre enorme. Pero no le veo a usted capaz de semejante barbarie.

-Y dígame señor Oscar… ¿Acaso usted no hubiese hecho lo mismo, si su novia estuviese en peligro, no hubiera adquirido un fuerza semejante con tal de salvarla? –La pregunta dejó fuera de juego a Oscar, quien solamente pudo asentir, embriagado de admiración y reconocimiento.

-Es usted mi héroe a partir de ahora. –Dijo, pero fue interrumpido por una sonrisa y una señal que desmerecía su cumplido.

-En realidad, no fui yo. Quien merece el merito ante tal salvajismo que usted aplaude, fue mi hijo. Yo apenas abatí a un tercio de aquellos cadáveres que usted vio en el parque.
 -¿Cómo? Amigo… Sois mis hereos a partir de ahora. ¡Es surrealista! –Volvió a decir, señalándolo con el dedo de la mano derecha. Saito entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas diminutas. Y Oscar palideció al pensar que lo había ofendido al señalarlo. –Perdóneme, siento si lo he…

-¿Qué le ha ocurrido a su dedo meñique? –Preguntó tajante, sin dejar a Oscar que acabase la frase. Éste se llevó la mano a su regazo y trató de esconderla. No supo que decir, pues se sintió profundamente observado. Cada reacción era observada por Saito y sentía como si lo enfocasen con una potente luz que dejaba ver todos sus defectos sin posibilidad de ocultarlo.

-Yo… Esto… Em… Tuve que cortármelo para atraer la atención de los monstruos y permitir que Olga y su padre escapasen. Supuse que la sangre los atraería ¡Y dio resultado! –Saito lo observó por un momento más y después afirmó con la cabeza en silencio. Había colado. Decirle a alguien que es capaz de defenderse con un sable, contra toda una jauría de “Zumbados”, que un niño le había pillado por sorpresa y le había arrancado el dedo de un solo mordisco, sería quedar en ridículo. No, él era un militar y también era valiente. Era un guerrero igual que el ¡o más! Pues había tenido que estar tres días aislado, con la única esperanza de reunirse con su novia.

-Es un alivio. –Dijo finalmente Saito.

-¿Un alivio, a qué se refiere? –Preguntó Oscar.

-El señor Saito tiene la teoría de que las personas que nos atacan están bajo un virus o poseídas por un demonio que trajeron las ratas. Y creo que tiene razón, pues ninguno de los aquí presentes fue mordido por las ratas y conservamos la cordura todavía. Es un alivio que tu herida se deba a un corte y no a una mordedura de alguno de esos caníbales retorcidos, porque si no, significaría que puedes estar contagiado con el mismo virus que los hace enloquecer. –Respondió Olga.

Oscar palideció de pronto. Fue un gesto imperceptible para Olga, pero Saito lo vio. Vio la mentira en sus ojos. Pero no podía hacer nada. Al fin y al cabo, si no se había contagiado ya, quizá significaba que el virus no era tan contagioso. Quizá el tipo de sangre influía en como se desarrollaba el virus, o quizá era una persona inmune a dicho virus. Pensó Saito.

-¿Qué estas tratando de decirme, que esas cosas son zombis y que si te muerden te conviertes en uno de ellos? –Dijo Oscar irónicamente, tratando de borrar de su cara, la palidez que esta había adoptado de repente ante tal noticia.

-No lo sé, cariño. No lo sé. ¿Sientes fiebre o malestar? No tengo ni idea de cuales pueden ser los síntomas. Si en estos tres días no has sentido nada, quizá es porque el virus no se puede contagiar entre personas.

-El único malestar que siento, es que me duele a rabiar. Tuve que cerrarme la herida con pólvora y no sé que es peor, el escozor de la quemadura, o el dolor que me produce el muñón que tengo por dedo.

-Trae aquí y déjame ver. ¿¡A quien se le ocurre cortarse un dedo!? Eres un cafre, Oscar. No tienes remedio. –Dijo Olga, como quien regaña a su niño pequeño. A Oscar le encantaba que le hablase así su novia. Era un tono de reprimenda tan cargado de dulzura y amor, que le hacía sentir como un niño desprotegido. Le ayudaba a evadirse de la cruda verdad que había descubierto. Estaba infectado. Él lo sabía, pero porque no había presentado síntomas hasta ahora, era algo totalmente desconocido para él. Se abandonó a los cuidados de Olga y no quiso pensar más en el tema.

-No le regañe señorita Olga. Lo que hizo su novio es digno de admiración. Una idea excelente. Además, fue muy inteligente de su parte, amputarse el dedo meñique. Ya nadie usa ese dedo para nada. -Oscar rio de buena gana. Ahora parecía que el asunto estaba totalmente suavizado y Saito lo había hecho quedar como un héroe delante de su novia.

-Hay que cambiar el vendaje de ese dedo enseguida o se te infectará. Vamos al baño, allí tenemos todo un arsenal de medicinas. –Dicho esto, los dos enamorados se adentraron en el oscuro pasillo de la casa. Por fin todo había acabado. A partir de ahora, pasara lo que pasara, estarían juntos y… posiblemente, morirían juntos. Eso era suficiente para ellos dos, pues no deseaban otra cosa desde que se conocieron. Al fin y al cabo no cambiaba nada. Nacer separados y morir juntos. Daba igual el como para ellos.

El silencio y la penumbra inundaron la sala de estar donde Saito permanecía sentado de rodillas en el suelo. Sumido en sus pensamientos, no quiso dejarse llevar por la sospecha. Su ser interno y él, se habían distanciado desde que Ikari fue abatido. Saito se culpaba por no haber podido impedirlo. Culpaba a su ser interno de no haberle avisado. ¿De qué le servía ahora que le avisara de algún peligro, cuando el mayor de todos, que era perder a su hijo, no había sido advertido?

Safe Creative
#1205021567832

No hay comentarios:

Publicar un comentario