lunes, 2 de julio de 2012

Encuentro (III)

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El monstruo entró vociferando y se quedó quieto en el alfeizar de la puerta y comenzó a caminar despacio, casi saboreando a su presa. Robert sabía que solo tendría una oportunidad de salir con vida. Tenía que matarlo. Vivir o morir. No había armonía alguna, ni pensamientos pacifistas. El aikido que tanto amaba, podía esperarlo fuera del restaurante con sus misticismos incomprensibles, mientras ahí dentro se jugaba la vida realmente. ¿Qué técnica usaría? ¿Ikkio, kote gaeshi o ushiro kiri otoshi? Estaba claro. Dejaría que se acercase hasta poder asestarle un golpe mortal con el cuchillo.

En esto estaba pensando Robert, cuando de pronto el monstruo arrancó a correr con un grito de triunfo para abalanzarse sobre él. Robert mantuvo la sangre fría y espero hasta que éste lo cogió por la cabeza y trató de morderle en la cara. En ese preciso instante de vida o muerte, le atravesó la cabeza con el cuchillo, desde la mandíbula hasta la parte superior del cráneo. La sangre le salpicó en la cara y en los ojos. Pero percibió como el monstruo cesaba su movimiento en seco.

Casi instintivamente, como quien aparta la mano del fuego cuando éste le quema, lo tiró al suelo y escupió la sangre que se había introducido en su boca. Estaba jadeando como un animal rabioso y una repentina arcada, echó por tierra todo lo que había ingerido en aquel pequeño oasis de tiempo sin nadie amenazándole. Sintió pena por aquella comida, que tanto placer le había causado a su paladar y que ahora lo desperdiciaba tirándolo al suelo, en un acto totalmente instintivo e involuntario.

Lo había logrado. No sabía como, pero lo había logrado. Había sobrevivido. Su cuerpo se debatía entre terribles convulsiones arrojando la hamburguesa y las patatas que había comido, pero una sensación de triunfo le embargaba por dentro. Las piernas le flaquearon y cayó de morros al suelo, rebozándose con la mezcla de sangre y bilis que cubría el piso. No paraba de jadear y la adrenalina le martilleaba el cerebro. No le importaba estar revolcado en aquella substancia tan repulsiva. Necesitaba aire para poder reponerse de lo que había hecho. Apoyó sus manos en el suelo y se quedó sentado con el culo en el suelo, mirando aquel hombre que yacía a pocos metros de él, totalmente muerto. De su herida mortal en la cabeza, apenas brotaba sangre y ésta era de un color oscuro repugnante. Se preguntó si lo que había hecho sería un asesinato, a pesar de que era en defensa propia. ¿Y si lo hubiese reducido e inmovilizado en lugar de matarlo sin preguntar? ¿Habría entonces recapacitado su agresor, una vez controlado en el suelo, de su inútil empresa? Recordó entonces a Juan, totalmente decapitado. En solo un día le habían pasado tantas cosas que ni siquiera había tenido tiempo de llorar por él y por la horrible muerte que había sufrido. El llanto lo abrazó entonces y algo dentro de él comenzó a endurecerse, como el acero al templarse en el agua helada.

Estaba solo y tenía que sobrevivir. Todo dependía de él. Únicamente de él. No podía quedarse anclado en los absurdos códigos de Ética y Moral que hasta ahora habían regido su vida. Ya no le servían de nada. El mundo había cambiado radical mente y debía plantearse otro modo de vida, otra forma de pensar. Tenía que adaptarse a su nueva vida, en su nuevo mundo.

Cuando por fin se sobre puso del shock, desincrustó el enorme cuchillo del cadáver y salió al comedor del restaurante. Buscó los aseos, con la esperanza de que todavía quedase agua en los depósitos, para poder lavarse. Entró en el pequeño recinto y abrió el grifo, con la mala fortuna de que el agua no emanaba de allí. Robert sintió más todavía la necesidad imperiosa de quitarse toda aquella porquería, que estaba adherida a su cuerpo. Corrió entonces hasta los grifos de refrescos y metió la cabeza en el grifo de la cerveza. El alcohol desinfectaría un poco los gérmenes de aquella porquería y la espuma arrastraría la suciedad. El liquidó emanó abundantemente y Robert pudo enjuagarse la cara y el pelo en aquel liquido que le abrasaba los ojos, pero que con su frescura y olor, eliminaba la repugnancia de su cuerpo. Se quitó la camiseta y los pantalones y se frotó fuertemente y con infinito asco. El sonido del líquido derramándose por el suelo, lo tranquilizaba e inquietaba de manera equilibrada, pues solo se escuchaba dicho sonido, acompañado de los gemidos que de su boca brotaban, por puro asco y escozor de ojos.






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Oscar recorrió el trecho que lo separaba de su amor al trote. No le importaba ser escuchado, pues la distancia que lo separaba de lo que seguramente sería su nuevo hogar, era ya insignificante. El ansia y los nervios por no encontrarse nuevamente con más de aquellos locos caníbales, le atenazaban por dentro. Todavía conservaba la dantesca imagen de aquel parque repleto de cuerpos descomponiéndose al sol. El hedor parecía haberse incrustado en sus fosas nasales, acompañándole por todo el recorrido. Realmente tenía miedo de encontrarse con una nueva jauría de más de treinta o cuarenta caníbales. Estaba tan cerca de su destino que quizá no tendría fuerzas para volver a esconderse en algún frío lugar y volver a pasar allí otra noche. Y eso contando que pudiese escapar de nuevo y volver a refugiarse en algún lugar seguro.

Por el camino, volvió a encontrarse con algún que otro cuerpo mutilado yaciendo en el suelo. Y por las pisadas y las machas de sangre que llegaban hasta el mismo patio del edificio donde debía reunirse con Olga, tuvo un mal presentimiento y dudó de si realmente, padre e hija habrían conseguido llegar sanos y salvos. Miró alrededor, nervioso, y vio con algo de satisfacción, como el todo-terreno que usaron para escapar de la armería estaba torpemente aparcado justo enfrente del patio nº 28 de aquella misma calle.

La puerta estaba cerrada y Oscar tuvo que usar nuevamente un disparo de su rifle para poder abrirla. Cuando abrió la puerta, comprobó como el eco de aquel disparo, retumbaba por todo el interior del edificio. Una maniobra temeraria sin duda. Pensó para si mismo. Pero no le importaba si era imprudente o no, pues ya solo siete pisos lo separaban de su meta. Su ansiada meta.

Se decidió a entrar en el oscuro portal y se dispuso a subir por las escaleras hasta el séptimo piso, lo más rápido que pudiese. Pero bien pensado, no era buena idea ir haciendo ruido, pues quizá había algún que otro de esos monstruos en el interior del edificio. Emprendió su marcha en ascensión con cautela. A medida que ascendía piso a piso, se encontraba con que le suelo estaba sucio y pegajoso. Pensó que por aquí habría pasado también aquel enorme y descomunal hombre, que mataba a esas cosas con un arma blanca. ¿Qué clase de persona era, un asesino en serie? ¿Un vikingo, algún friki portando una espada láser de verdad? ¿Seguiría todavía en el edificio, sería peligroso para Olga? ¿se habrán encontrado Olga y el supuesto Luke Skywalker?

Cuando por fin llegó al séptimo piso, se quedó petrificado a mitad de la escalera entre el sexto y el séptimo piso. Había más muertos en aquel lugar. Al menos unos diez cuerpos, alcanzó a contar, y nuevamente presentaban los mismos signos de muerte por arma blanca que los que había encontrado en el parque. Buscó entre aquellos cuerpos, con el fin de cerciorarse de que ninguno de ellos era el de su amada novia. Cuando terminó de comprobar que ninguno de los cuerpos era el de su novia, la euforia estalló dentro de él y aporreó la puerta del numero veintiocho.

-¡Olga cariño, ya estoy en casa, ábreme por favor! –Dijo casi con llanto en los ojos. Después de dos días infernales, por fin vería de nuevo a su amada. No había nada que le diese más miedo que perder a sus seres queridos y cuando pensaba que el “Día Zero” la había encontrado sana y salva entre todo aquel caos y que nuevamente la había vuelto a perder, un nudo se hacía en su corazón. –Ya todo ha terminado. Estoy aquí, por fin. –Se dijo a si mismo.

Desde lejos se escuchó como le daban la vuelta a la cerradura y la puerta se abrió con un gran chirrido. Desde la oscuridad del interior de la casa, un hombre asiático de cabellos negros mostraba una mirada impasible. Por un momento, pensó que se había equivocado de puerta o que su novia se abría refugiado en otro piso del mismo edificio. Un mar de dudas y teorías absurdas surcaron su mente a la velocidad de la luz, pero aquel hombre las cortó de raíz cuando abrió la boca.

-Deja de gritar y entra. Tu novia te está esperando. –Dijo aquel hombre en perfecto español. Oscar no se preguntó que hacía un hombre en la casa de su novia. Al fin y al cabo sería un superviviente y seguramente tendría que darle las gracias más adelante por cuidar de su novia.

Pero todos esos pensamientos quedaron atrás cuando atravesó el alfeizar y vio esos ojos azul cielo, que tanto amaba.






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Cuando aquella peculiar duchar concluyó, salió al exterior del centro comercial semidesnudo. Únicamente había conservado su ropa interior por un absurdo pudor que de poco le servía a estas alturas. Portaba el cuchillo en su mano derecha y se sentía seguro de si mismo. Algo en él había cambiado en tan solo unos minutos y se dio cuenta entonces de cuanto había sufrido. Más importante aún, se dijo, era que su sufrimiento lo había hecho más fuerte y resuelto ante la nueva realidad que se abría ante su espíritu. El frio lo atenazaba, pues estaba empapado en cerveza, sueño de algún que otro alcohólico, que no era su caso. Decidió entonces adentrarse en la jungla de la incertidumbre que le proponía el interior del centro comercial, con la esperanza de encontrar ropa nueva que no oliese a podrido y sangre. El silencio era todavía más agobiante allí dentro. Pero Robert ya no sentía miedo. Había sobrevivido solo y lo seguiría haciendo. Su antiguo yo, había quedado dentro del restaurante, en aquella sucia ropa de médico que ya no le serviría nunca más.

Avanzó con paso firme hasta llegar a las escaleras mecánicas. Subió a la parte de arriba y encontró una tienda de ropa de las mejores marcas. Comprobó con agrado que disponía de una persiana con rejas, que aunque fuese electrónica, más tarde se encargaría de bajar para convertir la tienda de ropa, en una fortaleza improvisada. De nuevo la ilusión le invadió. Siempre había soñado con poder entrar en un centro comercial desierto y hacer todo lo que quisiera sin pagar un centavo y el morbo que se le añadía al hecho de ir casi desnudo sin que nadie le mirase como a un loco, le daba todavía más placer y sensación de libertad.

Entró en la tienda y se tomó su tiempo en encontrar la ropa que más le gustaba  para vestirse. Después registró con sumo cuidado cada rincón del establecimiento para cerciorarse de que estaba solo. Cerró la persiana y transportó toda la ropa que pudo hasta los probadores que daban al fondo del local, con la intención de fabricar una mullida cama entre tanta ropa.

El agotamiento no tardó en hacer mella en él y no le costó cubrirse de ropa todo el cuerpo y quedarse dormido casi en el acto. Quedando oculto por una montaña de ropa que ya nadie vendría a comprar con dinero.

-Cuando me despierte, buscaré provisiones para subirlas aquí. –Esos fueron sus últimos pensamientos antes de caer en la inconsciencia.


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