lunes, 18 de junio de 2012

Encuentro (I)

30 de Noviembre.




Ya había amanecido. Robert no sabría explicarlo, pero lo sabía. Era de día. Quizá medio día. Abrió los ojos con cuidado y vio como efectivamente el sol se colaba por uno de los agujeros del contenedor de basura. El hambre lo atenazaba por dentro. La sed era insoportable. Su boca estaba igual de seca que su bolsillo izquierdo. La espalda le dolía horrores por la postura tan incomoda en la que había permanecido durante todo el día y toda la noche en aquel sucio lugar. Sus piernas tampoco tenían intención de darle tregua. Unas agujetas lacerantes lo acuchillaban cada vez que trataba de moverse un poco. Todo el dolor de su cuerpo, junto con el pútrido hedor del contenedor, lo sofocaban. No podía respirar. Le faltaba el aire y se ahogaba allí dentro. Conforme su cuerpo se iba despertando, le era más insoportable permanecer allí quieto aguantando ese repugnante olor a basura y fluidos podridos. Estaba al borde de la muerte y era consciente de ello. La cabeza le ardía. Todo era tan insoportable que cuando quiso darse cuenta, ya estaba fuera del contenedor de basura protector y se esforzaba por respirar. Jadeaba sin descanso, tratando de que el fresco aroma penetrase en sus pulmones y arrancase ese olor tan desagradable que parecía haberse pegado a sus entrañas.

Cuando por fin se repuso un poco, una oleada de terror animal lo trajo de vuelta a la realidad. Estaba fuera del cubo y los monstruos que lo perseguían podrían haberlo visto. Ya no tenía escapatoria. Miró con los ojos saliendo de sus órbitas en todas direcciones, loco de terror. Su pulso se aceleró y no era consciente siquiera de lo que trataba de observar. No había nada. Absolutamente nada. La calle estaba vacía. Desprovista de todo indicio de que antes hubo una civilización. Papeles de periódicos y latas de refrescos, surcaban las calzadas sin ningún coche que los arrastrase fuera. El aire campaba a sus anchas, dotando al paisaje de un ambiente más aterrador si cabe. El sol brillaba a lo alto, pero no parecía consolar el corazón desbocado de Robert, pues incluso su luz era ahora amenazante, salvaje.


*                     *                      *


Oscar despertó más o menos a la misma hora. El dedo que le faltaba en la mano derecha, le dolía penetrantemente como en los días pasados. No se había atrevido a salir fuera y buscar el botiquín, del que seguramente dispondría el centro, para administrarse analgésicos o calmantes contra el dolor. El día en que llegó a aquel lugar, la noche del “Día Zero”, se había practicado los primeros auxilios tal y como le enseñaron durante la instrucción. Recordaba cuando le dijeron que tenía que hacer frente a una herida profunda, de la que no se disponen vendajes ni antisépticos con que atenderla, Y pensaba que nunca en su vida se vería ante una situación semejante, para tener que emplear dicha técnica de supervivencia. Pero ahí estaba él, contra todo pronóstico, teniendo que usar sus escasos conocimientos de supervivencia y primeros auxilios.

Había cogido una bala de su pistola y con el cuchillo había extraído la pólvora del proyectil, rociándose el dedo con ella. Después con un mechero, que casualmente había encontrado en la cocina, inflamó la pólvora creando una luz cegadora, seguida de una nube blanca y asfixiante. El dolor fue horrible, pero funcionó el remedio. La herida dejo de sangrar al instante.

Ahora la quemadura o la herida, no sabía muy bien cual era la causa, le ardía por dentro y hacía que sus nervios vibrasen de dolor. Pero estaba resuelto a salir de allí para encontrarse con Olga y su padre. Lo revisó todo a fondo, pues había estado pensando en como salir de allí durante los tres días que había estado encerrado.

Tenía su M16 con el cargador lleno, la pistola enfundada en el cinturón, había bebido abundante agua puesto que no sabría cuanto tiempo iba a pasar ahí fuera, o si tendría que hacer noche en otro lugar refugiándose de nuevo sin alimentos ni agua. Sabía cual era la ruta a seguir, pues era muy sencilla. Únicamente debía avanzar por la larga avenida que se extendía desde la guardería, pasando por el parque y girar a mano izquierda en cuanto pasase el antiguo cuartel militar, que ahora había sido habilitado como centro escolar. Después pasaría por un horno y el primer portal que encontrase, sería el Nº28. Su destino. Si en algún momento se veía en apuros, debería desviarse de la ruta y volver a esconderse en algún edificio, para volver a pasar dos días más allí dentro hasta que la zona quedase despejada y volver a salir a la calle y avanzar de nuevo hasta casa de su novia. Sí, lo tenía todo controlado. Se levantó de aquel frio suelo que le había estado machacando la espalda durante tres noches seguidas y avanzó hasta la salida de la cocina. Abrió con cuidado la puerta y avanzó por aquel desconocido lugar calculando cada paso que daba. Todo había sucedido tan rápido el día que entró, que no recordaba donde estaba la puerta de salida. Avanzó unos metros y encontró el cuerpo inmóvil de una profesora con la cabeza partida. Al reconocer el cadáver, pudo orientarse y descubrió la puerta de salida justo a su izquierda.

Estaba abierta…
*                     *                      *








Robert deambuló por las calles totalmente aturdido. Necesitaba agua. Tenía la garganta tan reseca que incluso le costaba respirar. No le importaba ser descubierto pues su cuerpo lo arrastraba con las últimas fuerzas que le quedaban, en busca del líquido elemento.

No fue consciente en todo el trayecto, de la suerte que lo acompañaba. Estaba andando totalmente desprotegido y siendo un blanco fácil, pues nada más a parte de él se movía en los alrededores. No había monstruos en todo el barrio. No había nada más que él y su sed. Deambulaba sin rumbo y totalmente agotado pasando por calles que le eran familiares.

En el fondo sabía donde se dirigía. Era el único sitio donde encontraría algo que le calmase la sed. Recorrió una interminable avenida, donde dos enormes carreteras de cuatro carriles para cada sentido, le repetían una y otra vez lo solo que estaba en el mundo. No le importaba, pues siempre había estado más bien solo. Lo único que quería era agua. Cada paso que daba le martilleaba la cabeza sin piedad.

-Agua…-Repetía una y otra vez. –Agua… -Seguido de una tos seca que amenazaba con cerrarle la tráquea y dejarlo sin respiración.

Tras un largo caminar, no sabría decir si durante horas o milenios, Consiguió llegar a su amada meta. El centro comercial se abría ante él magnánimo, y le dio nuevas esperanzas para existir. Con las pocas fuerzas que le quedaban, aceleró el paso y llego hasta un restaurante con un cartel enorme de color rojo blanco y azul. Estaba cerrado y el interior era oscuro, pero le daba igual. No se dio cuenta de su insensatez hasta que entró como un loco y busco desesperado la despensa o el frigorífico del restaurante. Debía de estar en algún sitio se dijo. Y todavía conservaría las placas de hielo y los refrescos.

Efectivamente, lo encontró sin ningún problema. Entro en la barra y encontró los grifos expendedores de refrescos. Recordó como había estado allí una vez, al salir del trabajo. La camarera le llenó un vaso enorme hasta arriba con aquel grifo de Coca-Cola. No lo pensó dos veces y metió la cabeza de lleno bajo el grifo. El líquido se derramó sobre su cabeza. No le importaba si le ensuciaba el pelo más de lo que ya estaba. Abrió la boca y trago eufórico aquel liquido negro. Las burbujas le ardían en la garganta y el estómago pero no le importaba. Una sensación de frescor y saciedad lo embargó por unos segundos interminablemente exquisitos. Siempre había soñado con entrar en la barra y hacer eso mismo en los días de verano ¡y ahora el centro comercial era enteramente suyo!

El refresco le sentó de cine. Sintió cada caloría producida por el azúcar recorriendo su cuerpo. La cafeína tonificaba sus músculos y los reconfortaba. Su cuerpo y su mente por fin hallaron consuelo. No todo estaba perdido, se dijo a sí mismo. La vida podía ser maravillosa sin el dinero de por medio y respecto a los monstruos que lo acechaban… bueno, antes le chupaban la sangre los políticos con sus impuestos de modo que no había mucha diferencia.

Se adentró en la cocina y encendió los fogones que, supuso que eran de gas y todavía funcionaban. Busco en una enorme nevera, aquellas hamburguesas que tanto le gustaban y se dispuso a prepararse una comida hipercalórico que su cuerpo agradecería. En él frigorífico de la despensa, había prácticamente de todo. La carne sería lo primero en descomponerse cuando las barras de hielo se deshicieran. De modo que se prepararía un buen costillar, una hamburguesa enorme y cualquier cosa que pudiese cocinar. La boca se le hacía agua solo con pensar en la jugosa comida que estaba apunto de digerir y mientras lo preparaba todo para cocinar, abrió una bolsa de papas y empezó a devorarlas, para que la espera hasta poder comer aquella carne no se hiciese insufrible.

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