viernes, 11 de mayo de 2012

Realizar la iluminación es como la luna que se refleja en la sangre caliente. La luna no se mancha, ni la sangre se perturba. (I)


            Esa noche había luna llena. En ocasiones el silencio se rompia a causa de algún grito de ultratumba que provenía de ninguna parte. Las calles estaban brutalmente silenciosas, interrumpidas solo por los pasos de unos seres que antes fueron hombres, mujeres y niños. Esa noche ni siquiera los grillos se atrevieron a chirriar.

            Saito aguardaba agazapado en lo alto de un arbol de aquel funesto parque. No podía apartar de su cabeza la imagen de aquella pobre chica, totalmente descarnada. Le faltaban los brazos y las piernas. Aquellos carroñeros solo habían dejado las costillas y los musculos de la cara. Su cara, su rostro, estaba retorcido en una mueca imposible llena de agonía.

-Horrible sin duda. Pobre Ikari.- Pensó para sus adentros. Las imágenes atravesaron su cabeza fugazmente. Su hijo estaba totalmente enloquecido. Nunca habría podido adivinar, que de entre todas las posibles reacciones ante una situación extrema, su hijo hubiese reaccionado de ese modo. Era horrible incluso para el. Decadas de entrenamiento riguroso, para ser sorprendido por su propio hijo. Pobre Ikari. Volvió a pensar, mientras dejaba rienda suelta a los recuerdos de aquella tarde.

            “Minutos despues de que su hijo entrase en el parque, llegó Saito. Había estado corriendo lo más deprisa que pudo, pero le fue imposible alcanzar a Ikari a tiempo. Para cuando consiguió llegar, ya era demasiado tarde.

            Pobre Ikari. Se dijo de nuevo.

            Aquel ya no era su hijo. Lo que Saito contemplo al entrar en el parque lo dejó con la boca abierta. Eso que estaba delante de él ya no era su hijo. Tan solo una maraña fugaz de acero volando en el aire y cercenando todo lo que encontraba a su paso. Un grito terrible brotaba de sus labios. Aquello no se podía considerar un “kiai”, pues aquel grito hacía que hasta los arboles se estremeciesen de terror.

            Cada vez llegaban más y más de esos espantosos humanoides atraidos por los gritos de aquel muchacho. Y en el centro mismo de aquella reunión de diablos, se alzaba el más temible de todos, blandiendo su sable. Era un torbellino de sangre que proyectaba a varios metros de distancia, las cabezas de sus desafortunados depredadores. Incluso alguno de ellos huían despavoridos ante tal espectáculo. Un gran círculo de cuerpos inertes se ampliaba cada vez más y más a medida que los monstruos iban callendo bajo la espada de su hijo. Saito jamas había visto a nadie blandir la katana de ese modo. Sus movimientos eran tan rápidos que incluso Saito tenía dificultades para leerlos.

            Prodigioso. Se dijo a si mismo cuando porfín pudo salir de su asombro ante tal carnicería. Decidió acercarse hasta Ikari, segando algun que otro monstruo que se ponía en su camino. Debía detenerlo o de lo contrario se verían acorralados por una centena de monstruos. Si continuaba con ese ritmo, su cuerpo no lo soportaría y caería fulminado de puro agotamiento.

Ikari acabó con la comitíba de zombis sin parar de gritar. Tenía los ojos en blanco y su expresión era inmutable a pesar de sus gritos. Hubo unos instantes de tensión. Pero a pesra de ello no se aparecieron más de esos monstruos. De momento.

Era el momento oportuno. Debía detenerlo antes de que llegasen más de esas cosas.

            -Ikari detente. Por todos los dioses ¿Qué te ocurre? –Le dijo. Pero fue como hablarle a un muro. A lo lejos se escuchaban rugidos y chirridos de otros monstruos, en contestación ante tanto alboroto. Parece que querían unirse a la fiesta. Debía hacer algo. Golpear a su hijo no le agradaba, pero no tenía otra opción. Lo noquearía y lo pondría a salvo antes de que se quedasen atrapados por uñas y dientes.

            Se acercó con precaución hacia su hijo. No sabía si tambien lo atacaría a él. A Saito le resultaba imposible prever la reacción que tendría su hijo cuando se acercase a él, pero no le importaba. Debía ponerlo a salvo como fuera posible. Ikari permanecía inmóvil con los dientes apretados y los músculos de la cara totalmente contraídos. Era como una bestia. Saito se detuvo a un par de metros de su espalda para observarlo. A pesar de su esfuerzo sobrehumano en aquellos extraños movimientos, Ikari apenas jadeaba. Su respiración no estaba acelerada y únicamente se escuchaba un ligero gruñido. Un gruñido gutural y aterrador.  Al menos había dejado de gritar.

Saito se encontraba a la distancia que necesitaba para noquear a su hijo con la suficiente velocidad como para no dejarle tiempo a una posible reacción. Entonces, fue cuando de pronto los ojos de su hijo volvieron a ser oscuros. Giró la cabeza hasta mirar a su padre fijamente a los ojos. Saito apreció entonces que la mirada de su hijo estaba perdida y vidriosa.

            -¿Padre? –Dijo totalmente desorientado.

            -Asi es, hijo mio. De prisa, debemos irnos antes de que vengan más. –Contestó- Vamos Ikari, ¡corre!- Apremió a su hijo. Pero los pies de éste  no reaccionaron. Ikari se desplomó en el suelo inconsciente, a pesar de que su mano derecha todavía estaba fuertemente ceñida, sobre la empoñadura de su espada.

            Saito no sabía que le ocurría a su hijo. Pero actuó rapidamente tal y como su ser interno así se lo ordenó. A lo lejos se podía escuchar el trote de unas piernas que seguramente ya no eran las de un ser humano. Por lo menos debía de haber unos cien o doscientos de aquellos seres inmundos acercandose al lugar de los hechos. Cogió a Ikari como si de un saco de patatas se tratase. Apenas sintió el peso de su hijo que era casi igual de corpulento que él mismo. Un vistazo rápido y desesperado le dio la solución más inmediata. Se subió a lo alto de un arbol que estaba a unos pasos de su posición, con su hijo todavía colgando de su hombro y aquellos gules cada vez más cerca.

             Parecía un sitio bastante seguro. Ahora solo debía esperar hasta que Ikari recobrase el conocimiento y guardar silencio. Las hojas de aquel arbol lo ocultaría, pero para ello debería permanecer inmovil.

-Esos diablos ni siquiera pensarán en mirar más arriba de sus cabezas- Pensó para tranquilizarse.

            Saito giró la cabeza para mirar la retaguardia y fue entonces cuando vio el cuerpo mutilado de aquella chica, que tantas veces había saludado, como si de una hija se tratase. Aunque era casi irreconocible aquel amasijo de visceras, Saito supo que se trataba de Ukiko. Algo en su corazón lo sabía. Aquel buda encarnado en la dulce piel de Ukiko no se merecía haber muerto de esa forma… Pobre Ikari. Volvío a repetirse a si mismo.

            Aguardó allí durante todo el día. Ni el hambre ni la sed lo molestaron. Saito era capaz de ayunar un mes entero bebiendo apenas un vaso de agua al día. De algo debía servirle tanto entrenamiento. Pero Ikari no despertaba y cada vez oscurecía más la tarde. En cualquier momento quedarian atrapados en medio de la oscura ciudad, plagada de carroñeros insaciables.

            Por fín el sol se ocultó, sumiendo en la oscuridad a Saito y su hijo todavía inconsciente. “

            Y Allí estaba él. Había pasado más de ocho horas, sin hacer el más minimo ruido en todo ese tiempo. No podía dejar de pensar en todo lo ocurrido. Era demasiado incluso para el. Lo que más lamentaba era la muerte de Ukiko. Aquella chica era la alegría de la familia. La vida era más digna cuando veía la alegría en los ojos de su hijo. Sabía que era todo gracias a esa personita tan humilde llamada Ukiko. Pero que los kamis dejasen morir de esta manera a un ser tan puro…

            Ahora no había tiempo de lamentarse o pedir explicaciones a Entes superiores a él. Debía poner a salvo a su hijo. Debía tratar de despertar lo como fuese. Ya había tardado demasiado. Saito empezaba a temerse lo peor. Quedarse allí encerrado con su hijo en estado catatónico por el shock. La muerte no lo asustaba. De ninguna manera abandonaría a su hijo. Ahora era todo lo que le quedaba y con gusto moriría por salvarlo. Esperaría a que se despertase, protegiendolo hasta su último aliento.

Justo en ese momento, uno de aquellos carroñeros vestido con piel humana, se acerco peligrosamente hasta el arbol donde padre e hijo aguardaban. Tenía la cara destrozada y le colgaba un ojo. El monstruo se paró en seco y comenzó a olfatear el aire. Su boca se abrió sedienta de sangre, emitiendo un sonido parecido al que hace un gato cuando tiene una bola de pelo en la garganta. Con la vista fija en aquel árbol, avanzó torpemente sin desviar su rumbo.

            Los había olido...


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