miércoles, 9 de mayo de 2012

El Día Zero (I)

La mañana se presentaba tranquila. Prácticamente el miedo se había esfumado de las calles. La gente hacía vida normal y se respiraba un aire de alegría al ver que el peligro había pasado. Los servicios de salvamento, todavía tenían sus tiendas de campaña instaladas en cada rincón de España. Pero tras haber pasado una semana, todo el mundo estaba prácticamente recuperado, al menos físicamente. El mayor número de los casos de mordedura, se habían presentado leves y al cabo de unos días, volvieron a sus vidas con normalidad. De hecho, los únicos pacientes que estaban ingresados en estado grave, no era a causa de las mordeduras, si no de algún accidente al ser arrollados por la estampida.

            Hoy era jueves 27 de noviembre y por lo tanto, a Ikari le tocaba comer con sus abuelos paternos, junto con su padre. Su abuelo había sido mordido por las ratas y su abuela no podía hacerse cargo de todo. Por eso decidieron ir a visitarlos y comer con ellos. A pesar de que su abuelo ya se había recuperado casi por completo, era una ocasión para disfrutar de las batallitas que contaba el abuelo, o de las costumbres antiguas de su abuela mientras tomaban té verde después de la comida. Luego su padre se iba a trabajar y no regresaba hasta las ocho de la tarde. Es por esto que Saito dejaba en el maletero de su coche las katanas con las que habían practicado en la clase matinal, y le dejaba la ropa sudada y húmeda a su hijo para que la colgase en el tendedero, con el fin de tenerlo todo preparado para la clase de la tarde. Era parte de la tradición y la etiqueta. El hijo y aprendiz aventajado, debía ser antes el escudero de su maestro, encargándose del cuidado y mantenimiento de la ropa para practicar. Así Saito solo tenía que recoger a su hijo cuando saliese del trabajo, e ir directamente a la práctica puesto que su hijo se encargaría de llevar el vestuario necesario para la práctica, bien seco y plegado con sumo cuidado.

            -De acuerdo, yo comeré con mis abuelos después de clase así que, si tú quieres, quedamos a las tres en el parque amarillo. A esa hora ya habré terminado de comer. Quedamos en el parque de siempre. –Dijo Ikari a su novia. Siempre aprovechaba ese día, para quedar en el parque que se encontraba a la misma distancia de ambas casa. Una vez allí ya decidían donde ir o que hacer esa tarde hasta que viniera Saito a recoger a su hijo.

            -Vale, pero no tardes como haces siempre, por favor, que estos días te he echado mucho de menos y además hoy me he levantado con una sensación extraña. Seguramente habrá sido un mal sueño. –Dijo ella, con voz dulce y anhelante.

            -Fíjate que yo también me he despertado así. No te preocupes cariñet. Intentaré no llegar tarde esta vez, pero no te acostumbres ¿eh? –Dijo entre risas.

            -Más te vale llegar pronto, de lo contrario, me moriré. –Dijo Ukiko para meter presión a su novio.

            -De acuerdo, no te preocupes mi amor. Luego nos vemos. Un besito. Te quiero. Hasta luego.

            -Hasta luego. Un besito. ¡Te Quiero! –Dijo ella. Y colgaron el teléfono a la vez.

            A Ikari le encantaba su novia Ukiko. Era un oasis en su vida. Tanto entrenamiento, acababan por convertir a Ikari en un autómata lleno de autocontrol. Ukiko era la otra cara de la moneda. Ella le enseñaba algo distinto. Le enseñaba a como mostrar los sentimientos. A dejarse llevar por las emociones buenas. Ikari aprendió el arte del calor humano gracias a ella y de este modo tener un equilibrio entre fuego y agua. Entre la guerra y el amor. De no ser por ella, Ikari seria sin duda, una persona incompletamente perfeccionada.

            Ikari se encontraba solo en su casa. Su padre lo había dejado en casa tras la practica matinal, porque debía hacer un par de recados, como comprar para sus padres un poco de comida y agua, dado que ellos no se atrevían ni a bajar a la calle. Además su madre y su hermana habían salido para ir de compras y comer por el centro comercial. Hacia una semana que no salían de casa y ya se sabe que las mujeres necesitan ese tipo de cosas como agua de mayo. Mejor que cualquier psicólogo, ir de compras era el remedio perfecto para terminar de superar el trauma de las ratas.

            Ikari, una vez hubo terminado con las labores de escudero y aprendiz, salió hacia la calle, en dirección a casa de sus abuelos, que quedaba a un par de manzanas de la suya. Iba a reunirse allí con su padre que seguramente ya habría terminado de hacer la compra.

            En las calles se veían las carpas y tiendas de color verde oscuro que rompía con la monotonía de las calles.  Había infinidad de gente haciendo cola todavía para entrar a curarse o ver a sus familiares hospitalizados. A Ikari no le gustaba ver a mucha gente. Le agobiaba sobremanera verse atrapado entre muros de carne viva. Era algo extraño que no podía explicar. Todavía recordaba sus tiempos de niño cuando vivía en Japón, en un pueblo apartado de la civilización. Todas las mañanas, su padre y el salían al río para meditar bajo una cascada. Él día en que su padre les anunció que debían dejarlo todo e irse del país, fue el peor día de su vida. Lo único que hizo que Ikari, no añorase su tierra, fue el día en que conoció a Ukiko. Habían pasado muchas cosas y sin embargo, la relación que tenían lo resistía todo. Ikari estaba seguro de que sería la mujer de sus hijos algún día. A pesar de que solo estaban juntos un par de años, él ya no se imaginaba una vida en la que ella no estuviese allí, endulzando sus días y sus tardes.

            Perdido en sus recuerdos, Ikari llegó casi sin darse cuenta del trayecto, a casa de sus abuelos. Despertó de su ensimismamiento al ver que la puerta del patio ya estaba abierta. Pensó que algún vecino se la había dejado así por algún motivo y no le dio más importancia. Cogió el ascensor y presionó el botón adecuado para ir al quinto piso. El ascensor hizo un ruidito mínimo mientras descendía. A Ikari le gustaba mirarse al espejo desde niño. Se quedaba ahí sin moverse, hasta que su reflejo le parecía el de alguien desconocido.

            Salió del ascensor al llegar a su destino y comprobó, extrañado, que la puerta de sus abuelos, también estaba abierta. ¿Habría entrado alguien a robar a las dos de la tarde? Imposible. Se dijo a si mismo. Todo el mundo habría visto salir al ladrón. Y más aun teniendo al ejército bajo de casa. No, simplemente le habrían visto sus abuelos llegar y habrían dejado la puerta abierta para que entrara. Estarían ocupados haciendo la comida.


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